Adoptada por la Madre Tierra
Una
mañana a finales de abril, despertó de un sueño cayendo en que
dentro de poco llegaría el día de la madre, huérfana desde hace
años, se levantó de la cama, vistiéndose y mientras
se preparaba el café repasaba el plan, cuando terminó, silenciosamente abrió la
puerta y nada más
bajar
las escaleras se puso a correr, menos mal que la puerta del patio
estaba abierta porque si no…
sin apenas pisar la calzada ya presentía un
buen rollo increíble.
Corría
tan rápido por callejuelas y avenidas como sus piernas le
permitieran, y
sin tener ningún reparo en detenerse bajo la sombra de cualquier
árbol, concentrada en su respiración para no ahogarse a la primera
de cambio, estiraba su cuerpo sometido al esfuerzo por una libertad
tan sagrada como
el
alma que lo albergaba. Motivada por el fuerte olor a hiervas y flores, recobraba el aliento, pues el rocío era tan presente bajo la luz de la Luna que asomaba tras las nubes, que llegaba a mojar los calcetines de deporte y las zapatillas que calzaba, y avanzaba con el propósito de conseguir su misión del día.
Aún
no había amanecido
cuando
ya llevaba medio camino andado; la ciudad avanzaba ante ella vacía,
desértica, silenciosa, sin abrazos, e insípida a los besos entre amantes y familiares, era una imagen desoladora, triste, dantesca, parecía estar viviendo un capítulo de las serie de Black Mirror.
Y
es que en
la raza humana se había producido una gran tragedia, la epidemia de
un virus amenazaba la salud de quien no tuviera la prudencia
suficiente de protegerse. La sanidad se había privatizado hasta tal punto que los habitantes de las poblaciones caían como moscas, mascarillas y guantes se agotaban en los
supermercados mientras los supervivientes permanecían en sus casas,
aterrados, confinados y enganchados a la información que circulaba
por las redes, colapsando cables, antenas y satélites; la
información tanto
alentaba
con las buenas acciones ciudadanas, como deprimían los bulos
políticos y empresarios que retransmitían los periodistas bajo
órdenes
capitalistas.
Harta
de tanta locura, volvía a correr, y motivada por la brisa del mar que
intentaba despeinaba su pelo, quitóse
la
gorra pensando que ya era el un último tramo y pronto, habría
llegado a su destino. Exhausta sudaba el café del desayuno, alzó la
mirada hasta donde su vista alcanzaba y de izquierda a derecha con el
cuello firme, miraba el inmenso horizonte costero, y despacio, tomándose su tiempo, iba
abriendo más los ojos a la vez que relajaba su vista, no se lo podía creer y giraba la cabeza con
asombro, de derecha a izquierda, una y otra vez
asegurándose
de que efectivamente, no era un sueño sino un regalo de la Vida.
Poco
a poco se fue quitando la ropa hasta quedar tan desnuda como vino al
mundo y desde la orilla, las cristalinas olas mojaban sus pies,
hundiendo sus talones en la arena suavemente hasta sentir en sus
dedos las cosquillas de la emoción. Piernas, glúteos, abdomen,
pechos, brazos y hombros se sumergieron de golpe en un zambullido
alertando a los peces de su llegada, las canas dejaron de brillar,
enredándose entre si formando garabatos en su flaca y deformada
sombra.
No necesitaba salir a la superficie, tenía los pulmones
cargados de aire suficiente para permanecer durante un buen rato
buceando, gustosa por el placer por el sonido de la profundidad, que
tanto le recordaba (por instinto) al del interior de la placenta,
escuchaba los sonidos del corazón del océano y el
circular de los ríos, el rugido de las cascadas más lejanas y el
correr del agua por las acequias, que delicadamente regaban los
campos más cercanos como venas terrestres, ella
permanecía
flotando boca abajo en
el mar,
abriendo los ojos picorosos por la sal.
Era
el momento y el lugar para un aquelarre, con su madre de la mano
todo era posible.
Sanada
por el baño se tumbó a secarse con el sol.
Texto: Sonia Sempere
Fotos: Sonia Sempere
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